15.11.06

En el paraíso, 1º parte

Fuego había. Se distinguía con claridad el fulgor en la noche oscura. Desde lejos reparamos en ello. Cruzamos el arroyo sin problema. El agua no era helada, era linda, el cuerpo no se estremecía con el contacto. Casi llegando a la orilla, trastabilló mi amiga y se hundió por completo. Emergió muerta de risa y empapada. Sin dudarlo se sacó la remera, la escurrió y la apoyó en una piedra de la orilla.

También me reía, nada más que de su risa tan franca. Linda risa, a pesar de que casi no la veía, podía imaginarme sus arruguitas al costado de los ojos y su boca grande abierta de par en par. En la misma trampa caí yo y emergí todo mojado, imitándola escurrí mi camisa y la apoyé junto a su remera.

Yo en cuero, ella en corpiño, llegamos abrazados junto al fuego. No necesitábamos calor, pero siempre es lindo mirar como se quema la leña. Una olla tapada hervía como queriendo expulsar su cubierta. No pude evitar quitar la tapa y allí estaba la trucha, cortada en pedazos dentro de una salsa de tomate o algo por el estilo.

Del cocinero o la cocinera no se escuchaba nada. Silbé fuerte y extenso, como llamándolos. Nada.

-¡Chiccoooos! Gritó por fin la chica con nombre de vieja.

-¡Acaaaa, en el agua, vengan! Escuchamos claro aunque bajito.

Saqué la olla del fuego y emprendimos la marcha aguas arriba, no sin antes cortar sendos trozos de pan para apalear un poco el apetito.

El camino fue un persistente alejarnos y acercarnos a la orilla, había más árboles a medida que subíamos y debíamos esquivarlos. Por las voces descubrimos la cercanía. Allí estaban los dos, dentro del agua y nadando como patos.

Se veía poco, pero con la ayuda de los sonidos se podía apreciar que la estaban pasando muy bien.

-¿Está linda?

-¡Espectacular! Vengan, métanse. Invitó Josefina.

El Camiseta nadaba de un lado a otro. Cantaba el estribillo de una canción de Fito Páez y parecía fuera de este mundo. Iba y venía de una punta a la otra de la pileta natural, Josefina estaba en el medio y hacía la plancha. No se distinguían más que sombras, pero los sonidos eran muy puros.

-¿Vamos, que esperan?

Me saqué la bermuda y me zambullí de manera inconsciente. No se me ocurrió la posibilidad de una orilla playa o alguna piedra filosa. Solo me lancé a las garras del agua. Fresca, sin llegar a estar fría, incluso menos que en la zambullida anterior. Sabia, la naturaleza, había creado una pileta natural de interesantes proporciones. El fondo no estaba lejos, no más de dos metros, el ancho, el del arroyo y unos diez metros de largo. Y toda nuestra, de sus conquistadores. En una de sus puntas, unas piedras formaban especies de bancos. Allí me senté, con el agua encima del ombligo y una paz que nunca había imaginado. En general solía bañarme en la pileta del campo por las noches pero la sensación era muy diferente. Existía siempre una pequeña desconfianza por la presencia de víboras u otros bichos, la posibilidad de un calambre o la sensación de soledad. Lo que me molestaba de la soledad, era nada más que la imposibilidad de ser salvado ante la posibilidad de morirme, acá no la sentía, no la había sentido en la soledad del arroyo mellizo ni en la caminata solitaria por los campos. Este lugar dibujaba una sonrisa en mi boca y me daba una sensación de absoluta saciedad. Los cuatro teníamos el mismo síntoma, parecíamos medio bobos, unos chapoteando, otros mirando las estrellas, otros relajados con el agua acariciando el cuerpo.

Josefina se sentó a descansar a mi lado, por la sombra noté que no traía ropa.

-¿Y tu ropa?

-¿Vos estás vestido?

-En calzoncillos nada más.

-¿Cómo se te ocurre meterte al paraíso con la ropa puesta? Ya mismo sácatelo.

-Como usted mande patrón. Obedecí a la petisa y nadé hasta la orilla para dejar mi última prenda.

-Ya está corazón, ya me tenés como querías.

Volví a sentarme junto a Josefina. Me la imaginaba desnuda y mi cuerpo se enteraba. Le pase la mano por la espalda y se me acercó hasta quedar bien pegados. Bajé la mano hasta su cintura y luego acaricié sus caderas y seguí por sus piernas.

Me abrazó con fuerza y me propinó unos besos apasionados, luego se sentó sobre mis piernas, quedando enfrentados primero y fusionados perfectamente luego de un par de movimientos.

-No te muevas, dejame a mí. Me susurró al oído entre respiraciones agitadas. Se movía con suavidad, no tenía ningún apuro. Apoyé mi espalda sobre el respaldo de piedra y la dejé hacer.

La chica con nombre de vieja se había sentado a nuestro lado, no emitía sonido alguno. El Camiseta la imitó.

Si duró poco o mucho aquello, nunca lo sabré, el tiempo no pasaba en el valle. Josefina se batía sobre mí y yo no pensaba en nada, solo sentía. Y sentía lindo, como nunca había sentido, no pensaba en el futuro, ni en el pasado, ni en el paisaje.

Sin salirse, Josefina me abrazó y se quedó dormida sobre mi hombro. Sentía su cuerpo relajado y, acariciándola despacio, la acompañe en su sueño.

Abrí los ojos y era entrado el día. Josefina dormía y pude apreciar sus formas con atención. Mi cuerpo se dio por enterado y concretó una nueva fusión con pocos movimientos. Era yo el que ahora me movía, casi sin esforzarme. Josefina abrió los ojos y apretó con fuerza sus brazos sobre mi cuello. Terminada la sesión, nos zambullimos y nadamos un rato. Luego salimos y nos calzamos nuestras prendas correspondientes.

Teníamos hambre.

Cruz J. Saubidet®